Ejemplo de una inscripción editada en el siglo XIX
Las primeras ediciones científicas de inscripciones romanas en España se realizan en la segunda mitad del siglo XIX, con los trabajos de Fidel Fita (1835-1918) y Emil Hübner (1834-1901), que se beneficiaron de los progresos de otros investigadores coetáneos, como Eduardo Saavedra, Antonio Delgado, Aureliano Fernández-Guerra y, sobre todo, de la larga tradición de estudios anticuaristas desde el siglo XVI.
La publicación del segundo volumen del Corpus Inscriptionum Latinarum, en 1869, marca un hito en la ciencia epigráfica en España ya que, por vez primera, se recogen en una única obra todas las inscripciones romanas de la península ibérica, conocidas entonces, distribuidas en las antiguas provincias y conventos jurídicos de época romana. Unos años más tarde se publica un suplemento (1892), sumando entre ambas obras un total de 6350 inscripciones latinas. Con posterioridad, los nuevos hallazgos epigráficos serían publicados en los volúmenes VIII y IX de la serie Ephemeris Epigraphica.
Cada inscripción es editada en el CIL II con una breve descripción de su ubicación y su texto. La obra, enteramente escrita en latín, reproduce tipográficamente las inscripciones: en letra mayúscula se escriben las letras que se leen sobre la inscripción, sin resolver las siglas y abreviaturas y se señalan los signos de interpunción. En algunas ocasiones, cada inscripción va acompañada de un breve aparato crítico con las variantes de lectura propuestas por otros autores y en los manuscritos conservados en la Real Academia de la Historia que fueron consultados por Hübner.
Por ejemplo, en la edición de una inscripción funeraria de Clunia (CIL II 2807) Hübner se limita a señalar dónde se conserva y quién le ha transmitido la información de esta inscripción: un erudito local llamado Remigio Salomón, a través del académico Antonio Delgado. Esto explicaría los errores en la lectura de la inscripción, que son fácilmente comprobables si observas las fotografías del epígrafe. Tampoco se hace referencia a la rica decoración del monumento funerario, explicable por el hecho de que en esta época lo más importante era la edición de los textos. Además, como el CIL II carecía de fotografías o grabados que sirvieran de ayuda, los lectores de la obra no podían obtener más información que la que leían en el propio texto.
La publicación del segundo volumen del Corpus Inscriptionum Latinarum, en 1869, marca un hito en la ciencia epigráfica en España ya que, por vez primera, se recogen en una única obra todas las inscripciones romanas de la península ibérica, conocidas entonces, distribuidas en las antiguas provincias y conventos jurídicos de época romana. Unos años más tarde se publica un suplemento (1892), sumando entre ambas obras un total de 6350 inscripciones latinas. Con posterioridad, los nuevos hallazgos epigráficos serían publicados en los volúmenes VIII y IX de la serie Ephemeris Epigraphica.
Cada inscripción es editada en el CIL II con una breve descripción de su ubicación y su texto. La obra, enteramente escrita en latín, reproduce tipográficamente las inscripciones: en letra mayúscula se escriben las letras que se leen sobre la inscripción, sin resolver las siglas y abreviaturas y se señalan los signos de interpunción. En algunas ocasiones, cada inscripción va acompañada de un breve aparato crítico con las variantes de lectura propuestas por otros autores y en los manuscritos conservados en la Real Academia de la Historia que fueron consultados por Hübner.
Por ejemplo, en la edición de una inscripción funeraria de Clunia (CIL II 2807) Hübner se limita a señalar dónde se conserva y quién le ha transmitido la información de esta inscripción: un erudito local llamado Remigio Salomón, a través del académico Antonio Delgado. Esto explicaría los errores en la lectura de la inscripción, que son fácilmente comprobables si observas las fotografías del epígrafe. Tampoco se hace referencia a la rica decoración del monumento funerario, explicable por el hecho de que en esta época lo más importante era la edición de los textos. Además, como el CIL II carecía de fotografías o grabados que sirvieran de ayuda, los lectores de la obra no podían obtener más información que la que leían en el propio texto.